Como todas las ciencias sociales, la economía política, es
decir, la economía vinculada al examen riguroso de los hechos relacionados con
la producción y reproducción de bienes materiales como producto del trabajo
humano, en el desarrollo de las sociedades humanas, no puede ser otra cosa que
una ciencia crítica.
Dedico este artículo al amigo y compañero de luchas Dr.
Arnoldo Mora Rodríguez, intelectual eminente e inspirador de los aspectos
básicos de estas reflexiones, sobre los que ha insistido, a veces con singular
vehemencia. Los aciertos son suyos; las torpezas mías.
La economía no es una ciencia narrativa, una simple
secuencia de imágenes o de hechos aislados, sino una reflexión sistemática
sobre los medios y los instrumentos desplegados históricamente, para agregarle
a la naturaleza las construcciones materiales que la sociedad humana puede
mostrar hasta el día de hoy es la madre nutricia de sus especulaciones y que
aún las utopías deben ser construidas a partir de esa realidad.
Tal como expresaba el viejo maestro argentino José
Ingenieros, nadie puede construir una filosofía a partir de la nada, o sea, con
prescindencia de la realidad o al menos, de las especulaciones y conclusiones
científicas precedentes. Si se aceptan o se rechazan esas conclusiones, sólo es
posible en virtud de una reflexión crítica, porque la ciencia no puede ser
repetición servil sino superación dialéctica.
Los clásicos de la economía, desde David Ricardo hasta
Carlos Marx, vieron la economía como una disciplina al servicio de la
comprensión de los hechos sociales dentro de un contexto histórico determinado.
La severidad de sus conclusiones, elaboradas en medio de un proceso expansivo
del capitalismo y el colonialismo, irritaron profundamente a las clases
sociales cuya visión del mundo se exponía –recordemos que en esa época no
existían los imperios mediáticos- a través del poder político y militar y en
los centros académicos.
Como era normal que ocurriera, con el desarrollo del
capitalismo en sus diferentes etapas, muchos grandes teóricos de la economía
cayeron en la tentación de convertirse en apologistas, en propagandistas al
servicio del sistema y se olvidaron por completo de la ciencia.
En la mayor parte de nuestras universidades, quizás con la
venturosa excepción de la Universidad Nacional y algunos aislados académicos de
otras escuelas, batallones de jóvenes profesionales en ciencias económicas han
sido entrenados con el único propósito de que administren los hechos sociales y
políticos tales como se les presentan, sin buscar las causas de los fenómenos
que, como las crisis actuales, nos golpean en las narices.
Miles de jóvenes economistas sólo sirven para observar la
realidad sin criticarla y peor aún, para respaldar, sin el menor
cuestionamiento, el proyecto económico mundial construido al servicio de las
grandes corporaciones.
Esto crea una enorme distancia entre la economía política
como ciencia social y la economía pura y simple, usada como una herramienta,
como un instrumento al servicio de las fuerzas que pagan el trabajo profesional
de algunos especialistas.
Como ex docente en la Universidad de Costa Rica, no tengo
nada contra el hecho de ver a miles de jóvenes graduados bien empleados y bien
pagados. Así debe ser y hasta el fin de los siglos, habrá que aceptar en las
ciencias sociales dos tareas bien distintas: la de aquellos que desarrollan y
ejecutan funciones prácticas o técnicas y la de aquellos que manejan el
instrumental teórico, para examinar las verdaderas causas que provocan los
hechos examinados.
El primero es un trabajo que podríamos denominar “aséptico”
y el segundo, le corresponde por entero a los académicos, a los investigadores
y naturalmente, a los políticos. Pero es terrible que se les imponga a esos
jóvenes intelectuales, la obligación de pensar como sus empleadores, aunque sea
lógico distinguir entre las labores ordinarias y las reflexiones científicas.
En Costa Rica, desde el inicio del período neoliberal a
comienzos de los ochentas, muchos economistas, algunos verdaderamente notables
por su inteligencia, su cultura y sus conocimientos, se convirtieron en apologistas
y divulgadores de las nuevas corrientes y se pusieron sin reparos, al servicio
de ese proyecto antinacional.
Esa posición continúa viento en popa. Un día sí y otro
también, profesores y académicos de ciencias sociales, asumen la tarea de
justificar lo injustificable y lo peor, asisten a las aulas universitarias a
transmitirles a los jóvenes, como si fuera ciencia, un método de aprendizaje
que aplana la conciencia y que facilita la asimilación de las juventudes de
toda esa basura que propalan los politiqueros de moda.
Olvidan que la esencia del aprendizaje universitario es
aprender a pensar críticamente. A partir de ese punto, cada quien es libre de
hacer lo que juzgue conveniente.
Puede parecer terrible, pero no enseñarle a los jóvenes en
las aulas universitarias esa dicotomía entre la ciencia y la técnica y hacerles
creer que la técnica es ciencia, induce a cientos de graduados a convertirse en
simples mercenarios, es decir, en personas que acomodan sus conocimientos,
recogidos en largas jornadas de trabajo y sacrificio en las aulas, en un haber
que sirve únicamente para ser vendido al mejor postor.
Economistas, cientistas políticos, abogados periodistas o
historiadores, por mencionar sólo unas pocas ciencias sociales, están
dispuestos a callar, a ocultar las verdades que descubren en virtud de su
propio trabajo profesional, intelectual y deductivo. Y cuando uno se dispone a
realizar un verdadero trabajo analítico, honrado y crítico, como el que
realizábamos en nuestro programa “Diagnóstico” en Canal 13, aparece un
politiquero inescrupuloso que decide ponerle punto final.
Éste es otro de los precios que la sociedad costarricense
les impone a los hombres y las mujeres dispuestas a pensar por su propia
cuenta.
Articulo: Alvaro Montero Mejía
Funte: Sur y Sur
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